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En 1972 Walter Mischel, profesor de psicología de la universidad de Standford, llevó a cabo un experimento que hoy es mundialmente conocido como “el Marshmallow Test”. Para aquellos que lo desconozcan un Marshmallow es una golosina muy famosa en Estados Unidos y sobre todo muy popular en las excursiones. Tradicionalmente, la pinchan en un palo y la tuestan al fuego de una hoguera para posteriormente añadirle, en muchos casos, pepitas de chocolate y emparedarlo entre dos galletas. En España, faltos de esta costumbre los niños se las toman directamente y suelen ser conocidas como “nubes”.
Pues bien, volvamos al experimento, Walter Mischel invitó a niños de 4 años, hijos de profesores, empleados y licenciados de Standford, a entrar en una habitación y les ofreció un Marshmallow. La oferta era muy jugosa pues si después de 20 minutos, cuando él volviera, no se habían comido el Marshmallow les regalaría otro.
Los niños ante tal oferta reaccionaron de forma dispar. Algunos utilizaron todo tipo de estrategias para evitar comérselo, como taparse los ojos, mirar al suelo, cantar, jugar, incluso intentar dormirse, mientras que otros no dudaron en disfrutar del sabor de la golosina llevándoselo inmediatamente a la boca.
La importancia de este experimento quedó reflejada entre 12 y 14 años después cuando se investigó qué había sido de cada uno de esos niños. Los resultados eran extraordinarios; aquellos que resistieron a la tentación de comerse el Marshmallow eran más fuertes emocional y socialmente. Mostraban un mayor autocontrol e incluso tenían mejores resultados en su carrera académica años después. Se habían convertido en jóvenes capaces de demorar su gratificación para lograr sus objetivos.
Hoy sabemos gracias a los avances neurocientíficos, que la parte cerebral que gestiona el autocontrol se encuentra en el córtex prefrontal y que nuestra capacidad de “decir no” a determinados impulsos es un signo de inteligencia emocional.
Si un opositor destaca en algo, sin lugar a dudas, es en su capacidad de aplazar la recompensa. Meses o años de estudio para labrarse un futuro mejor, con la incertidumbre de si obtendrán el ansiado aprobado o no, es un clarísimo ejemplo de hasta qué punto desarrollan el músculo del autocontrol.
Una crítica que surge a veces en el mundo laboral respecto a estos valientes estudiantes es que tienen un gran conocimiento teórico pero les falta experiencia a nivel práctico. Pues bien, si algo nos enseña el opositor es que además de su preparación cognitiva día a día está reforzando su capacidad emocional, clave para llevar a la práctica cualquier conocimiento que adquiera. En la soledad de su lugar de estudio toma conciencia de sus estados de ánimo, de sus fortalezas y debilidades, y confía en sí mismo independientemente de que tenga altibajos o no, pues de otra forma no seguiría estudiando. Al mismo tiempo, se autocontrola y lucha para alcanzar su objetivo, se adapta y se automotiva mostrando un compromiso sin igual. Todas estas cualidades son competencias emocionales que determinan el modo en que nos relacionamos con nosotros mismos y son imprescindibles para tener éxito en cualquier trabajo, o como diría el famoso psicólogo Daniel Goleman (referente indiscutible de la Inteligencia Emocional) para convertirse en un “trabajador estrella”.
Querido opositor, a partir de ahora cuando te pregunten qué aprendiste durante la oposición ¿qué vas a contestar?